Dentro de unos días tendrán
lugar elecciones en nuestro país. Los medios de comunicación están que arden
exhibiendo mítines, debates y demás “espectáculos” (porque no son otra cosa)
entre futuros gobernantes que se devoran los unos a los otros a fin de arañar los
últimos votos.
Puesto que,
últimamente, me he dedicado más a tratar problemas sociales que musicales, hoy
me toca hablar un poco sobre todo este enjambre de abejas. Tampoco pretendo
crear un debate electoral (en televisión ya los hay a patadas) ni que nos
pongamos a divagar sobre un partido político u otro. Sólo intento analizar lo
que hay, puesto que imagino que mi amarga situación no es algo fuera de lo
común.
Mi experiencia se
puede resumir en muy pocas líneas: Empecé impartiendo clase hará unos ocho años
tras pasar por una formación de veinte. Ganaba un sueldo que se podría
considerar normal a día de hoy: Unos 600 - 700 euros pagando impuestos, seguros
y demás tasas exigidas por “Papá Estado”. Todavía eran tiempos de vacas gordas:
La gente entraba por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja; era constante
en las actividades que se impartían y había un “buen humor” generalizado que no
dejaba de ser un gran aliciente en el día a día.
Todo aquello duró lo
que un telediario. De un año a otro las escuelas de música cerraron sus puertas;
la enseñanza continuó, pero en los instrumentos más clásicos. Ya no había sitio
para las nuevas tecnologías. Los papás preferían mandar a sus hijos a clases de
violín o piano; un ordenador no era más que una herramienta para jugar al
Tetris o descargar películas, nunca una opción para un músico.
Sé que somos muchas
las personas en esta situación y me siento culpable por formar parte de una
sociedad que, en una gran mayoría, es culpable de este desastre (porque, ¿qué
le vamos a hacer? Todos portamos parte de la cruz).
No sólo me duele el
verme con la maleta en la mano; me duele el ver a tanta gente mirando hacia
otro lado, como si nada de esto hubiera ocurrido. Ahora la calle es una plaga
de zombies que se tambalean con un teléfono móvil en la mano. Tropiezan los
unos con los otros, ni tan siquiera se disculpan; les da lo mismo avanzar por
una acera que caminar por el centro de una autovía.
Si no levantamos las
cabezas de los teléfonos, si no adquirimos conciencia de los demás y si no
empezamos a pensar en colectivo ¿cómo vamos a salir del agujero?
¿Por qué los
gobernantes mean encima nuestra y seguimos diciendo que llueve? ¿Por qué
admiramos a celebrities,
gente de la farándula y personajillos que, además de evadir impuestos, se ríen
en nuestras caras? Y, lo más importante ¿por qué pretendemos ser como ellos?
A medida que el
sistema va cerrando sus puertas a fuertes y a débiles parece que sólo los
mediocres triunfan en la tierra de nadie. He visto a gente preparada hacer las
maletas y acabar sus días en algún lugar recóndito de Estados Unidos o de
Oriente Medio. También he visto a auténticos estafadores en masa tomándoles el pelo
a clientes de confianza. Gente sin escrúpulos, con un nivel cultural por debajo
de cero que, sin embargo, ofrecen un servicio penoso a un precio,
aparentemente, razonable en una sociedad sin recursos. Ellos son los que, por
desgracia, nunca abandonan este país. Continúan en él incrementando el bajo
índice moral de una sociedad que no se entera de nada y, lo más dramático, apoyan
un sistema carente de dinamismo o ética.
Ahora me pregunto:
¿Realmente merecemos estar como estamos? ¿Crees que todos y cada uno de
nosotros debería poner su granito de arena o que, como dice el dicho, cada
perro debería lamerse su instrumento?
A lo largo de la historia las escalas sociales no han experimentado ninguna evolución. Mientras que la tecnología ha avanzado de una manera más que vertiginosa, las castas integradas por gobernantes o gente de élite, en resumen, los grupos de privilegiados y de no privilegiados siempre han sido los mismos.
Puesto que vivimos en una sociedad con acceso a la cultura ¿es posible que hayamos pasado esto por alto?¿Aún no nos hemos dado cuenta o es que no queremos hacerlo?
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